Noemí estaba sola en la playa, observando las olas. Justo cuando empezaba a relajarse, vio que algo se movía. Al principio, pensó que era un perro. Buscó a su dueño con la mirada, pero la playa estaba vacía.
Entonces, el animal se giró hacia ella, con los ojos fijos en los de ella. Era un lobo.
Se puso de pie lentamente. El lobo empezó a moverse de nuevo, con pasos cautelosos, como si estuviera seguro de que ella lo seguiría.
Entonces, oyó un grito débil y desesperado. Sintió un nudo en el estómago. Había algo más ahí fuera.
Al pasar junto a una formación rocosa, los gritos se hicieron más fuertes.
Entonces, lo vio. Era un lobezno atrapado en una red en la playa. Su cabeza sobresalía del agua. El lobo luchaba por liberarse y jadeaba.
La loba gritó, intentando liberar a su cachorro con las patas, pero no pudo. Le temblaban las manos al agacharse y alcanzar la red. Estaba enredada entre las rocas, con las fibras apretadas y tercas.