Richard, cuidador del zoológico, había buscado en vano una pareja para que la tigresa Carly tuviera crías; no había otros tigres en el zoológico. Finalmente, consultó a un especialista con experiencia en grandes felinos y, unas semanas después, la tigresa fue inseminada artificialmente.
Una ecografía confirmó el embarazo y Richard estaba entusiasmado con la perspectiva de tener bebés. Sin embargo, a medida que avanzaba el embarazo, Carly se volvió más retraída, inquieta y distante. Una semana antes del parto, todo cambió: comenzó a sentir un dolor intenso, a respirar con dificultad, a suspirar con frecuencia y a correr por el recinto. Pero el parto no comenzó y el estado de la tigresa empeoró.

El veterinario le pidió a Richard que describiera los síntomas con detalle: “Estaba inquieta, pero ahora estaba casi inmóvil y sufriendo”, explicó. “No había señales de parto”. Luego pidió que la tigresa se tumbara boca arriba, la única manera de averiguar qué estaba pasando. Carly se resistió al principio, pero luego se resignó, y Richard le estiró las piernas con cuidado, tal como le había aconsejado el veterinario. Después, el médico le palpó un bulto en el vientre e insistió en una ecografía urgente. Esta requirió una sedación ligera; el veterinario le inyectó un sedante con un dardo.
Durante la ecografía, el tumor resultó no ser un cachorro, sino un objeto extraño: dentro de la cavidad abdominal, había algo duro, parecido a un microchip. Al mismo tiempo, la ecografía mostró que la tigresa y su bebé nonato estaban relativamente sanos; solo que la madre estaba agotada por el sobreesfuerzo.

En ese momento llegó la policía; encontraron información en el documento especial que indicaba que el mismísimo “asistente” del caso era sospechoso. Resultó que le había implantado ilegalmente a Carly un dispositivo experimental, lo que requirió la intervención de las autoridades.
Los médicos y la policía retiraron cuidadosamente el microchip. Y pronto nacieron dos cachorros de tigre: genes increíblemente raros, con una probabilidad de nacer de una entre un millón. Richard los llamó Maxi y Lely y decidió quedárselos a ambos: después de todas las preocupaciones, no podía separarse ni de ellos ni de su madre.

La policía atrapó al primer sospechoso y lo arrestó. La paz y la alegría reinaron en el zoológico: Carly y sus crías por fin disfrutaron del tan ansiado descanso rodeados de un cuidador cariñoso.