Desde el momento en que la joven subió al avión, la azafata Sandra tuvo una extraña premonición. No pudo explicar la razón exacta, pero una voz interior le decía que vigilara de cerca a la pasajera.
La joven, que aparentaba unos veintiocho años, irradiaba nerviosismo. No dejaba de ajustar su bolso, tocarse el pelo, juguetear con la correa; sus movimientos delataban ansiedad y preocupación.
Sandra notó que no viajaba sola. Un hombre estaba sentado a su lado y, a juzgar por su comportamiento, tenía el control total de la situación: elegía asientos, reorganizaba el equipaje en el compartimento superior sin su intervención e incluso respondía a las preguntas de la tripulación. Todo parecía tranquilo en apariencia, pero Sandra sentía que algo se escondía tras la calma exterior.
Decidió esperar un momento oportuno para hablar. Casi dos horas después, se presentó la oportunidad: el hombre fue al baño. Fue entonces cuando Sandra se dio cuenta de que los extraños gestos de la chica, que había notado antes, no eran accidentales.