Hace cinco años, mi vida dio un vuelco: descubrí que mi hermana salía con mi marido. Fue una traición que me dolió profundamente. Me fui, decidida a empezar de nuevo.
Ese día, como de costumbre, estaba tomando mi café de la mañana y revisando mi correo. De repente, sonó el teléfono y el nombre de mi hermana apareció en la pantalla. Se me encogió el corazón: no habíamos hablado en todo este tiempo.
A Jenna le temblaba la voz; estaba preocupada.
“Necesito tu ayuda”, dijo. “Es por mi hija”.
Resultó que tenía una hija pequeña, pero debido a las circunstancias, ya no podía cuidarla. Las lágrimas y las palabras apresuradas me impidieron comprenderlo todo por completo, pero al final, quedamos en vernos al día siguiente en un pequeño café al que solíamos ir a menudo.
Llegué temprano y esperé nerviosa. Cuando apareció Jenna, apenas la reconocí. Me contó cómo habían pasado los últimos años, mencionó al padre de la niña, pero no lo nombró. Luego me habló de su enfermedad y de lo difícil que era para ella sobrellevarla sola.
“Esta es Emily”, dijo, entregándome una fotografía. Sus manos temblaban visiblemente. “Cuando supo que estaba enferma, se fue”.
Tras una pausa, dijo lo más importante:
“Quiero que te hagas cargo de Emily”.
Le pregunté por su estado y admitió que los médicos solo le habían dado unos meses de vida. “Le hablé de ti a Emily; ella sabe quién eres”, añadió la hermana. Quedamos en que al día siguiente iría a su casa.
Al abrir la puerta, vi a una niña de unos cinco años con ojos enormes y curiosos. Su tímido “hola” y su leve sonrisa disiparon la tensión. Me presenté como tía e intenté ser lo más amable posible.
Ese día, ayudé en casa, cociné, lavé y pasé tiempo con Emily. Por la noche, la acosté y luego Jenna y yo tomamos té y, por primera vez en muchos años, hablamos sin hostilidad. Me pidió perdón por el pasado y, aunque fue doloroso, le respondí: «Te perdono».
Cuando le pregunté si el padre de Emily era mi exmarido, Jenna asintió. Se fue antes de que naciera la niña y no ha vuelto a aparecer.
Desde entonces, vivo con ellos, ayudo a mi hermana y me encariñé cada vez más con mi sobrina. Completamos los trámites para la adopción de Emily. La enfermedad de Jenna empeoró y, en uno de sus últimos días felices, nos abrazamos y ella susurró: «Gracias… Te quiero».
Tras su muerte, supe que cumpliría mi promesa: Emily crecería en un hogar donde sería querida y apreciada.