La gasolinera bullía con el ruido habitual: motores pesados, conversaciones y olor a gasolina. Pero pronto la atención de todos se centró en dos tipos con chaquetas de cuero. Rodearon el camión con burla y bromearon a gritos contra el conductor.
“Oye, ¿quizás deberías cambiar tu camión por una cinta de correr?”, gritó uno de ellos, provocando la risa de su compañero.
La multitud que los rodeaba no se unió a las burlas. La gente permaneció en silencio, con los brazos cruzados, observando lo que sucedía. El camionero no respondió ni mostró enojo ni vergüenza. Su calma solo reforzó la sensación de que la situación se desarrollaba según un escenario diferente, inaccesible para los burladores.
“¿Qué es tan gracioso?”, espetó uno de los motociclistas, al notar que la multitud no los miraba con aprobación.
El silencio se hizo más denso y la tensión se hizo casi palpable. El conductor terminó de repostar tranquilamente, arrancó el motor y el zumbido ahogó las últimas risas. Pero en lugar de irse, apagó la camioneta y, saliendo tranquilamente de la cabina, se metió las manos en los bolsillos. Este movimiento parecía tan seguro que la atmósfera cambió al instante.
—¡Pues vamos a probar tu velocidad! —gritó el segundo motociclista con una sonrisa forzada, intentando recuperar el control de la situación—. ¡A correr!
El conductor se limitó a reír entre dientes. Su reacción desvaneció la última insolencia de sus oponentes. En ese momento, una voz apagada se escuchó entre la multitud:
—Soy Mad Dog McClain.
Estas palabras resonaron por la estación como un trueno. La multitud se quedó paralizada. Las risas y las sonrisas desaparecieron al instante. El nombre era demasiado fuerte como para ignorarlo. Incluso quienes no conocían la leyenda sintieron que no se trataba solo de un camionero, sino de un hombre con peso e historia.
Los rostros de los motociclistas palidecieron. El coraje se desvaneció rápidamente, dando paso a la incomodidad. Uno de ellos soltó una disculpa. McClain no armó alboroto; solo asintió brevemente. Con este gesto, no solo aceptó la disculpa, sino que puso fin al conflicto.
La multitud suspiró. Todos comprendieron: acababan de presenciar un espectáculo excepcional. No una pelea ni amenazas, sino la fuerza que se manifiesta en la capacidad de controlarse. McClain demostró que el respeto se puede exigir no con los puños, sino con confianza y reputación.